El olfato: un sentido muy sensual
En esta ocasión he querido rendir aquí un justo homenaje a este sentido corporal que, encarnado en un caprichoso apéndice -aguileño, chato, respingón…- nos brinda la oportunidad de disfrutar de un carnaval sin cuento de sugerentes e inspiradores sensaciones. Se trata, sin duda, de un sentido muuuy sensual.
Sigmund Freud lo elevó a los altares y, en este mismo sentido, consideró su represión como responsable incluso de algunas enfermedades mentales.
Según el famoso psicoanalista, existiría una conexión directa entre la mencionada extremidad y los órganos sexuales. O dicho de otra forma, la anosmia o pérdida del sentido del olfato podría disminuir la capacidad erótica del individuo, lo cual la hace aún más antipática.
Al ir su destino firmemente unido al acto de respirar -un caso de hermandad siamesa de imposible desunión quirúrgica-, es un sentido que trabaja sin tregua ni descanso, excepto cuando un buen resfriado lo noquea e invalida, y quizá por ello tan familiar y cotidiano que apenas le prestamos atención.
Qué menos, pues, que dedicar unas emocionadas líneas (demás de un sonoro aplauso) al sentido que perfecciona nuestra vida con su mágica y sutil contribución.
En consideración a su potencial y a las excelencias que le adornan ha sido incluso objeto de un museo, una institución única en Europa. Se trata del Museo de los Aromas, en el pequeño pueblo de Santa Cruz de la Salceda (Burgos), donde la posibilidad de aspirar el extracto de “esencia de campo” o de “tierra mojada“ se alterna con el de “aroma de pies” en una loca algarabía de fragancias.
Y dentro de otro museo medieval parisino, el Musée de Cluny, es también protagonista de un delicado tapiz de la serie La dama y el unicornio dedicada a los sentidos (y ya de paso os reto a encontrar al mono que huele una flor, siguiendo los pasos de Where´s Wally?).
De los múltiples aromas que olfatea la nariz a lo largo de nuestra vida, algunos son seleccionados y almacenados inconscientemente en la recámara de nuestro cerebro.
Todos ellos conforman nuestra particular memoria olfativa que, lejos de competir con la de un salmón en cuanto a agudeza y finura (las comparaciones siempre son odiosas), sobradamente le aventaja en lo tocante a sofisticación emotiva, por la cantidad de sensaciones, emociones y recuerdos que es capaz de asociar a dichas fragancias (ya quisiera un salmón disfrutar de la alegría o de la nostalgia, ja).
No menos laureado es su papel en el reino vegetal, donde una delicada fragancia floral sirve a insectos y aves comoguiño seductor para una fecunda cita amorosa (en su caso, polinizadora).
Y qué decir del reino animal, donde la adjudicación de un territorio se firma a golpe de micción, otorgando así a la impronta olfativa calidad seudonotarial; reino también en el que la exhalación corporal ejerce como hábil celestina de encuentros amatorios, encendiendo la pasión y el ardor reproductor.
Hay ocasiones en las que incluso trasciende los límites animales e invade el de los humanos, como en el caso de ciertas secreciones de glándulas animales extraídas de lugares poco primorosos -como en el caso del almizclero, la ballena, la civeta o el castor- que, aunque a priori censurables, sirven al docto perfumista como preciados fijadores naturales y al ignorante consumidor, de grimoso ingrediente (puaj).
Volviendo al reino racional, su mérito queda reforzado por múltiples referencias recogidas en cualquier diccionario de fraseología que se precie. Suele asociarse popularmente a conceptos tan sutiles como la intuición, la sagacidad y la perspicacia (“tener olfato para los negocios”,“oler a chamusquina”, “olerse la tostada”…), sirviéndonos de inestimable ayuda en nuestra selvática vida cotidiana.
Además, como si de un oteador scout se tratase, nos advierte de mil peligros (incendios, escapes de gas y otras catástrofes) y explora sin descanso rastreando objetos y sujetos afines y apetecibles. Sirve igualmente de realce a su hermano sensorial el gusto, sustituyéndole casi (“huele que alimenta”) y, en general, despierta nuestra ensoñación y nuestros más variados instintos: repulsión, conservación, reproducción…
En lo concerniente a este último impulso, la línea que nos separa de los animales no es tan gruesa como sería de rigor.
Por mucho empeño que pongamos en disfrazar nuestro olor corporal con mil y un recursos, emitimos unas sustancias químicas llamadas feromonas que se ocupan -al igual que en aquéllos- de provocar la respuesta sexual del otro, activando mecanismos inconscientes de comunicación y atracción erótica.
Estas moléculas esconden un complejo código de señales que intentan despertar nuestro deseo más primario. A través del sudor exhalamos y percibimos estas traviesas sustancias que, aun careciendo curiosamente de olor y sabor, pueden ser las responsables de una atracción o de un rechazo erótico en principio incomprensibles.
Son quizá las que explican ese turbación que a veces nos asalta cuando alguien nos atrae y sentimos un … “no sé qué”.
Su cautivadora magia ha tentado a la industria a comercializarla como arma de seducción masiva, infalible y arrolladora. (¿No sería oportuno que las autoridades recomendasen un uso responsable de los mismos?) De momento, y a falta de una comprobación fehaciente de sus bondades, seguiré confiando en mi propia naturalidad para seguir fabricándolas per se.
Menos mal que lo que se presenta como una prosaica reacción química queda elevada a los altares cuando es la mano de poetas y escritores quienes le prodigan todas sus atenciones. No son pocos los autores que le han dedicado deliciosos e inspiradores textos alabando su capacidad de estimular el espíritu y el deseo.
Como muestra, un botón: Emilia Pardo Bazán y su delicada prosa: “un olor es una cosa viva o, al menos, un duende que se nos mete en el ánimo y lo conturba, y lo posee y lo embriaga”.